viernes

Antiguo reloj de cuarzo

Al principio, no hubo dudas con la historia, porque siempre Enrique hablaba de la cantidad de generaciones de su familia que habían vivido en el país. También sabíamos que esos italianos, vascos, portugueses y españoles se habían mezclado generosamente con los habitantes originales de esta tierra, de allí sus características físicas pertenecientes a pueblos originarios de las que él se enorgullece.
Por eso cuando preguntaron la hora y Enrique dijo entre apresurado y bromista:
-Pregúntenme la hora a mí, a mí- y sacó de entre sus ropas un reloj de bolsillo dorado, con su caja de acero muy trabajada con firuletes y arabescos, al cual se le abría una de las tapas para mirar la hora, supimos que se venía una historia de aquellas que solía contar sobre sus antepasados..

Y, efectivamente, después de decir la hora, allí nomás, se vino la historia:
-Cuenta la historia familiar –comenzó su relato Enrique- que el coronel Indalecio Roca, hermano del general, participó en la batalla de Cerro Quemado, allá en los límites actuales de las provincias de La Pampa y Neuquén y de la que las malas lenguas dicen que no fue batalla ni participó Roca, sino que fue un encontronazo con algunos indios que andaban por ahí arreando hacienda baguala, mientras el militar se dedicaba a matar guanacos, ñandúes y algún ranquel, por diversión y que fiel a su trayectoria digna de militar argentino, Roca mandó a la soldadesca que hicieran el aguante, mientras él se alejaba un tanto “...para dirigir la batalla desde un punto más propicio a la observación” según el parte de guerra.
Luego de observar el efecto que causaban sus irónicas palabras, continuó:
-Cuando se encontraba poniendo ancas a la escaramuza una lanza pampa se le clavó allí...
Dijo esto último y se quedó haciendo señas como si fuera hijo del penado 14.
-¿Dónde? ¿En el culo?-, intervino Rafa, que hizo un curso por correo para ser transgresor y cree que diciendo palabrotas lo logra.
-...Si, ahí-, dijo Enrique aliviado por no haber dicho él la palabrota, queriendo retomar su relato, pero fue interrumpido por el Gallego que vino hasta la mesa a preguntar que iban a pedir los recién llegados Romina y Carlos.
Pidieron una picada y cuando terminaron de saludar con besos a toda la gente, se habló de intrascendencias demorándonos en ellas a propósito, porque todos notábamos la ansiedad de Enrique por continuar su historia.
-Bueno loco, ¿me dejan seguir? –impaciente preguntó.
-Dale, dale- aplacó un poco la cosa Edu.
-Fue tan poca la suerte de Roca que la lanza se partió y un pedazo de la punta quedó entre sus carnes. Así, herido –más en su honor que en su osamenta- se pasó como tres horas “buscando el lugar de observación” hasta que fue encontrado por unas cautivas que andaban juntando leña y que pertenecían a la toldería del caciquejo Rancul, quien andaba en buenas relaciones con el gobierno.-
Nuevamente el Gallego interrumpió el relato y nuevamente a Enrique le hicimos la broma de no dejarlo hablar por un rato, hasta que elevando la voz, se impuso y siguió.
-Entre estas cautivas estaba la hija de un turco de Realicó, que ya se había aquerenciado hacía tiempo entre los pampas y que le cambió las atenciones para su curación por este reloj al coronel –dijo Enrique mostrándonos de lejos el reloj.
-Esta cautiva –continuó- pasado un tiempito, tuvo un hijo que una vez apaciguadas las tolderías, se hizo milico y terminó sirviendo al país en la guerra contra el Paraguay.
-Y…si –interrumpió Romina- siempre los pobres fueron a la guerra.
-Allí, en las vísperas de la batalla de Cerro Corá –siguió su relato Enrique antes que todos se enfrascaran en la habitual discusión sobre política de las oligarquías- mientras se encontraban velando las armas, este cabo Rancul, nieto del turco de Realicó, que siempre le había envidiado a un cabo su caballo moro, le apostó el reloj heredado de su madre contra el pingo.
Se detuvo el tiempo justo para dar un sorbo a su taza de café que se estaba enfriando desde hacía un rato sobre la mesa sin que Enrique la tocara y arrancó de nuevo:
-El cabo, hijo de vascos se había hecho hombre de a caballo pialando hacienda y era difícil que reculara ante una apuesta. Su pingo y su perro lo habían salvado en más de un entrevero, pero realmente quería tener ese reloj de lujo y se encontraba tan seguro de ganar que aceptó el desafío.
-Como no es la historia de esa partida de truco sino de este reloj, les voy a ahorrar todos los falta envido, trucos queridos o no y la tensión que se produjo entre toda la milicada que miraba cuando quedaron 14 a 14 de las buenas –terminó la idea Enrique, parafraseando a Borges.
-El caso –dijo para finalizar- es que este reloj quedó en manos del sargento Urtizberea, que si alguno no lo sabe, es mi apellido y desde entonces se encuentra en poder de alguno de los Urtizberea descendientes de aquel vasco acriollado, milico, jugador y tatarabuelo mío.
A todo esto, la única que no se desgajaba en oh y ah de admiración era Mary, quien miraba con un poco de sorna a Enrique y a todos los demás. Después de terminada la historia, cuando el reloj pasaba de mano en mano, le preguntó a Enrique:
-¿Che, Enrique, imagino que a tu tatarabuelo, en esa época le resultaría jodidísimo conseguirle pilas?
La sorpresa nos silenció.
Mary continuó.
-Loco –dijo dirigiéndose a todos- ¿no notaron que este chanta les está mostrando un reloj marca “pirulo” made in Taiwan que simula ser antiguo y se inventó esa historieta del indio bueno y del indio malo?
El Gallego que venía trayendo la picada pedida por Romina y Carlos, salvó a Enrique de los migazos que ya estaba recibiendo…pero a condición que esa picada, la pagara él.

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