miércoles

El verdadero fin

La tarde se prolongaba en el canto de los grillos y en los destellos rojizos de un sol sumergido hace tiempo en el mar verde que llamamos la pampa.
Al almacén y pulpería del gallego Recabarren todavía no comenzaban a llegar los parroquianos habituales, aquellos que una vez terminada la jornada dura y siempre igual, se acercaban a sentirse un poco acompañados, beberse unas grapas y escuchar alguna que otra historia de las que saben rondar por estos confines y que sin que ellos lo sospechen, son las mismas que se escuchan en las sierras o en la intrincada selva del norte, donde habitan los gaúchos, como a sí mismos se llaman los brasileños de a caballo.
-Vea señor, mi padrino le habrá contado a su manera la historia del gaucho y el moreno, pero así como
ahora se lo ve, él, pobrecito, supo estar mucho peor-dijo el mocito señalando hacia la cortina que cerraba la vista hacia la otra habitación del almacén.

-Si señor. –continuó después de una breve pausa- Casi ni hablar podía por aquel entonces, cuando hacía poco le había dado el ataque que lo dejó tullido en la cama, y viera usted, la fiebre, le hacía decir cosas que a veces no eran reales.

Quien así se dirigía a un forastero que hacía varios días andaba por la zona comprando cueros para el galpón acopiador -que decía tener por Luján- era un mozo de unos 19 años, con clara ascendencia española, alto, delgado y medio bizco, vestido con camisa blanca a rayas verticales y bombacha bataraza, llamado Nahuel, dependiente del almacén del gallego desde antes que éste se quedara postrado por una hemiplejía.

La historia que relataba el muchacho ya había sido repetida una infinidad de veces, y quizá también se había visto enriquecida y mutilada en cada ocasión en que fue contada.

El día que sucedió aquello de lo que hablaba Nahuel, Recabarren se encontraba tendido en su catre mirando en apariencia a través de los barrotes de la ventana. Estaba así desde que el ataque lo había tumbado. Ahora, gracias -o a pesar- de los trabajos de una curandera medio india, medio inglesa había recuperado un poco la movilidad de sus miembros superiores y adquirido un hablar gangoso y áspero a la vez con el que en contadas ocasiones, se dirigía a alguno de los parroquianos, generalmente para relatarles la historia que estaba por relatar su ahijado (o hijo, según maliciaban algunos) o al menos, su versión de los hechos.

-Es cierto lo de la llegada del moreno, que con sus jactancias de cantor desafió a todos a un contrapunto hasta que un payador de La Matanza que andaba por acá con un rodeo, le aceptó el reto y le ganó. -continuó Nahuel-. Si señor. También es cierto que a partir de esta derrota el negro no cantó más y se pasó los días solitario en la pulpería desgajando un eterno acorde, monótono y desafinado, como quien está esperando la llegada de alguien a quien ya hace tiempo se acostumbró a esperar.

En torno al almacén, la noche, ya avanzada, era clara y limpia. Las estrellas se duplicaban en los charcos dejados por la lluvia que hasta ese mediodía había caído devastadora. Después de servir otro trago para un parroquiano que también lo escuchaba, continuó diciendo:

-El gaucho, con su poncho oscuro y su caballo moro, vino desde el poniente, sin apuro, como presagiando lo que estaba a punto de suceder. Después de refrescar su caballo no lo ató al palenque de la pulpería, sino que lo dejó libre para que pastara y se puso a mirar como iba creciendo la faja de oscuridad desde el este. De repente, se dirigió hacia el interior, deteniéndose en la puerta el tiempo necesario para encontrar -o reconocer- al moreno, que era el único que se encontraba en el almacén, aparte de mi padrino y de mi mismo.

Esto último fue dicho como para remarcar que cualquiera otro que contara la historia, necesariamente la sabía por él, dado que Recabarren por su enfermedad, no contaba como relator veraz.

Ya aclarado este punto, dijo:

-Bebieron y charlaron con el moreno de cosas que aparentemente no le interesaban a ninguno de los dos, o que querían hacer creer que no le interesaban y que solo eran un formalismo a modo de saludo que ambos se ofrecían, hasta que llegó un momento en que, como si alguien les hubiera dado una orden, apuraron los tragos que estaban bebiendo y salieron hacia el patio.

Aquí el cencerro con el cual Recabarren llamaba al muchacho cada vez que necesitaba alguna cosa, volvió a interrumpir el relato, obligando al mozo a dirigirse a atender su reclamo en la pieza posterior, lo cual hizo prestamente, como para evitar que alguno de los parroquianos se le adelantara en la narración del final de la historia.

Cuando retornó, había llegado al almacén otro paisano a quien le sirvió una ginebra sacada de un porrón blanco de cerámica, que a partir de ese momento ya no volvería a su lugar en el estante situado atrás del mostrador.

-Lo que pasó después -continuó- no es como se le contó mi padrino, señor. Y vea usted que no es por mentiroso ni por maldad que así lo hizo, sino que la fiebre que le daba por ese entonces todas las tardes le hacía ver cosas que no sucedían de verdad. Y aún hoy día sigue convencido de que lo que él relata es lo que realmente ocurrió con esos dos -dijo señalando hacia afuera con la cabeza, como si los estuviera mirando-. Pero verá que no es así.

Habiendo creado el clima de expectativa apropiado, el mozo se despachó con su versión de la historia.

-Yo no sé si como dice haber escuchado mi padrino, esos cristianos salieron a matarse porque el moreno quería vengar la muerte de su hermano ocurrida en un baile hacía como siete años atrás. Eso no lo sé. Lo cierto es que ambos iban enrollando los ponchos en el brazo izquierdo y se veían dispuestos a sacar cada uno su facón, aunque entre ellos no se notara ni odio ni desconfianza, sino solo una especia de cansada resignación, como si la pelea y la muerte de uno de los dos, también fuera otro formalismo que debía cumplirse...que no pudiera evitarse. Y estaban saliendo cuando la partida que venía persiguiendo al gaucho desde hacía muchas leguas les cayó encima, ahí, en la puerta de la pulpería nomás.

Al decir esto, señaló hacia la puerta como si la mera existencia de ésta diera prueba de la veracidad de sus dichos. El forastero que se encontraba escuchándolo se volvió a mirarla mientras los dos parroquianos, conocedores del hecho, asentían con su cabeza, como si ellos hubieran estado presentes en la ocasión.

-Creo que en mi vida volveré a ver tanta bravura como la que ese día vi en los dos hombres. _dijo Nahuel mientras le servía otra ginebra al recién llegado.

-Mucho trabajo les llevó a los de la partida acabar con ambos y eso que los superaban lejos en número y en armas. –continuó-. Sonaron varios disparos y se repartieron sablazos a troche y moche. Y así y todo, cinco milicos quedaron hocicando para no levantarse más y otros tres se fueron con heridas tan fieras que deben haberlos llevado al camposanto.

Señalando con su índice hacía un montículo apenas distinguible del resto de la llanura, sobre el cual vacilaba una rústica cruz de palo, empobrecida con un ramo de flores de trapo, dijo:

-Eso que se ve allá es la tumba de los dos. Del gaucho y del moreno. No los metimos en el mismo pozo por ahorrarnos trabajo. No señor. Si como usted podrá apreciar, no le faltan flores a los cristianos. Lo que sucedió es que nos pareció bien que esos dos valientes que murieron defendiéndose espalda contra espalda, aún cuando ya no conseguían mantenerse en pie, descansaran juntos, como hermanos que fueron en la hora final.

A todo esto, la pulpería comenzaba a adquirir su fisonomía habitual de las noches y el relato debió interrumpirse en varias oportunidades para que el mocito pudiera atender a los clientes que se venían arrimando al mostrador.

Uno de éstos, de aspecto aindiado y taciturno, fue el que le recomendó que no olvidara lo del cambio de nombres, para que la historia fuera completa.

Molesto por la intrusión del extraño, continuó su relato, pero ahora dándole a su voz y a su actitud un tono de misterio casi supersticioso.

-Eso fue algo raro, señor. En los días en que el moreno se lo pasó esperando al gaucho, nos dijo que su nombre era Dionisio Ribeiro da Silva, pero cuando la pelea estaba llegando a su fin y el negro, con muchas heridas, no se aguantó más de pie, el gaucho, que después supimos se llamaba Martín Eustaquio Fierro, era oriundo de Tapalqué y andaba siendo buscado por desertor y por haber hecho finado a un puntero político en los pagos de Luján y a otro más en Morón, gritó:

-"...fuerza don Tadeo, no me vaya a aflojar ahora hermano Cruz...", como si estuviera confundiendo al moreno con otra persona, a esa tarde con otro tiempo y a esa batalla con otra pelea contra la misma autoridad...

1 comentario:

  1. Elogios, Jorge, elogios...me mantuvo en vilo hasta el final...completamente inesperado...Me distrajo la inmovilidad del dueño del boliche; pensé que la historia se refería a lo que le había sucedido a él directamente...ASunque claro, presenciar esa pelea entre los espíritus encarnados de Cruz y Martín Fierro, no debe haber sido poco para sus nervios. ¡Felicitaciones! Un abrazo desde mi Rosario, Haydée

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