miércoles

El Tren

El tren hace su peregrinación desde siempre. Nunca nadie pudo decir con certeza cuál fue su lugar de origen, aunque casi todos los que lo ocupaban (por no decir todos), hacen sesudas especulaciones sobre él.

De más está decir que cada uno de los viajeros cree saber cuál es el destino, pero como hay tantos pasajeros y había habido -en el transcurso de las edades- muchísimos más, este destino manifiesto siempre desató impresionantes campañas, batallas y guerras para imponer la verdad de cada sector sobre las mentiras del otro.

Durante décadas se supo, fehacientemente, que el lugar de destino era tal o cual y después de algunas batallas, se estableció que antes habían estado equivocados y que en realidad el destino es otro, a veces diametralmente opuesto.


Incluso, hubo algunas épocas en que se formaron corrientes de librepensadores que decían que el lugar de llegada no era lo importante, sino que el proyecto consiste simplemente en disfrutar del viaje, observar el paisaje y llegado el momento, disolverse en la nada de las vías pasadas, algo que por supuesto aquellos que sabemos la verdad rechazamos como una burda herejía.

Huelga decir que siempre hubo diferentes categorías de pasajeros. Estan los que viajan cómodamente sentados y aquellos que deben soportar todo el viaje de pie, pero en el preciso momento en que sucedió lo que vamos a relatar, se había logrado una especie de equilibrio y no había grandes movimientos precursores de ésta o de aquella otra doctrina ni grandes diferencias de comodidades.

La mayoría de los nuevos viajeros, casi no perdían tiempo en especulaciones, pero tampoco se dedicaban a extasiarse con los paisajes. Es más algunos ya creían que habían llegado al destino final, o que este se encontraba muy próximo y que por ende casi nada importaba.
Pero cada tanto, surgía un innovador que abandonaba la posición en la cual se encontraba (parado o cómodamente sentado) y, digamos por ejemplo, se sentaba en el piso. Esto provocaba en el resto de los pasajeros cercanos a él la conmoción que ocasionan las actitudes distintas a las normales.

Se iniciaban discusiones sobre lo revolucionario que era esa nueva postura, sobre las connotaciones que podría llevar implícito ese acto (buenas o malas, ya dijimos que había muchos pasajeros y muchas opiniones diversas), e incluso surgían algunos otros que lo imitaban. Cuando ya los imitadores no eran muchos y se vislumbraba que la cosa no daba para más; que las supuestas implicancias (buenas o malas) no eran significantes para nada y algunos de los imitadores comenzaban a volver a sus lugares, aparecía alguien más “osado” que el anterior y, por ejemplo, se acostaba sobre el piso.

Entre los previsibles oh... y ah... de admiración y de reprobación, por supuesto la historia volvía a repetirse y hete aquí que nuevamente se iniciaban las discusiones y los corrillos y aparecían los admiradores y, finalmente todo se diluía en la nada y cuando eso estaba por suceder, a algún otro se le ocurría sentarse o acostarse en el portaequipajes o salir del vagón hacia el pasillo que lo conecta con el siguiente o el anterior y proclamar que con ello se lograba la finalidad que se había buscado al iniciarse el eterno viaje o que eso era lo verdaderamente definitivo que llevaría a hacer conocer cuál era el punto de llegada. Pero finalmente todo terminaba apagándose en la apatía general, incluso de quienes habían promovido el movimiento.

Cierto día a uno de estos reformistas se le ocurrió instalarse en el techo, del lado de afuera del vagón y muchos, muchísimos de los pasajeros creyeron que eso era el summum e imperó durante cierto tiempo la moda de permitirse viajar en el techo, a la intemperie, digamos una especie de vuelta a la naturaleza.

Y suponemos que la cosa iba a seguir así por el resto del viaje, hasta que llegó aquel otro loco, aquel visionario que decidió que lo realmente novedoso era arrojarse del tren, era terminar el viaje donde cada uno quisiera. Por supuesto, la idea prendió en amplísimos sectores de pasajeros y éstos, alegremente, comenzaron a arrojarse del tren, pero dado la velocidad que el convoy llevaba, muy pocos sobrevivían a la caída (hubo encuestas diferentes. Algunas llevaban esa cifra a 1 de cada 68 otras a 1 de cada 2.376, nosotros preferimos pensar 1 en 100. Es una cifra más prolija)

Creemos -queremos creer- que quizá, con algunos millones de kilómetros más de viaje, a alguno de los que se tiró del tren y sobrevivió (uno solo entre cien), se le ocurrió que el destino no está en llegar a algún lado, sino solamente en viajar en forma consciente de lo que uno está haciendo -sea lo que sea- e intentó subirse nuevamente al tren.

Según encuestas y datos que tenemos guardados, uno entre 300 lo intentará. Y de éstos uno entre 5000 lo va a conseguir. Y cuando lo hagan, muy pocos de ellos, quizá uno o dos entre varios millones, no se sienta tan superior al resto del pasaje como para comenzar a predicar que él tiene la verdad, la única verdad que es necesario conocer para comprender la finalidad única y absoluta del viaje.

Ese hombre que un día se arrojó del tren, sobrevivió, volvió a subirse al tren nuevamente sobreviviendo al intento; ese hombre que es uno entre varios millones (o miles de millones, todavía no hemos hecho el cálculo), que es mucho más sabio que los demás (aparte de gozar de una buena suerte estupenda), cuando se encontró nuevamente en su vagón, sencillamente volvió a ocupar el puesto que anteriormente tenía, que si bien era el mismo puesto, él en su interior ya no era ni podría ser el mismo nunca jamás.

Y eso le valía.

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